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Mi respuesta por qué soy nacionalsocialista

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Texto publicado el 14 de septiembre de 1986 en el diario chileno El Mercurio.


Nacionalsocialismo

Abracé el nacionalsocialismo porque este era un socialismo; pero un socialismo-nacional, no el de mi amigo Héctor Barreto, que era un socialismo internacional, y marxista, por consecuencia lógica.

Y nunca más he cambiado, siendo por ello que hoy, por ejemplo, no puedo estar con el sistema económico que se ha implantado en Chile, de un supercapitalismo monetarista, donde la usura se aplica al interior, en los intereses y los préstamos, y desde el exterior, en los intereses y préstamos de pesadilla de la banca internacional. Es esta la esclavitud al interés del capital, aceptada también y aplicada por el marxismo y la Rusia soviética, en sus préstamos a los países satélites de su órbita, y pagados con sangre, como en Cuba, cuando no hay suficiente dinero para ello. Por eso es irrisorio escuchar a Fidel Castro protestar por los préstamos usureros de la banca americana, cuando él paga aún más caro al amo ruso, con dinero y con la sangre de sus soldados enviados al África.

Ni capitalistas ni marxistas se han levantado jamás contra la esclavitud del interés del capital. Solo un sistema lo hizo, solo una nación: el nacionalsocialismo (el socialismo-nacional) de la Alemania hitlerista. Su sistema abolió la usura, no aceptó el pago de esos intereses, abolió el «padrón oro» e instauró el «padrón trabajo».

Si el nacionalsocialismo se hubiera impuesto en el mundo, hoy no habría pobres, ni miseria, ni corrupción, ni explotación capitalista, ni esclavitud totalitaria marxista. Habría lo que realmente fue la Alemania de Hitler, lo más cercano a la justicia social y al paraíso sobre la tierra, que el hombre pueda pretender en este mundo y en este tiempo.


Los enemigos

¿Quiénes fueron y son aún los enemigos del nacionalsocialismo? Sin duda aquellos que eran y son afectados por este sistema que abolía por una parte la usura, la esclavitud del interés del capital, y, por la otra, el infierno y la miseria total, totalitaria, del marxismo bolchevique. Ambos se vieron entre la espada y la pared, amenazados en su misma existencia. Esta fue la razón de que se unieran para hacer la guerra y destruir a ese peligro mortal.

Era difícil para un joven chileno de aquellos años llegar a entender ese odio mancomunado y esa unión férrea de capitalistas y marxistas en contra de la Alemania nazista y de la Italia fascista. ¿Por qué?, nos preguntábamos. Entonces, Hitler comenzó a explicárnoslo, en su libro genial, Mi lucha. Tanto en la Rusia marxista como en el mundo de las democracias capitalistas, la mano que controlaba todo era la misma. La prueba de ello se encontraba en que ambos mundos, aparentemente opuestos, respetaban como sacrosanto el interés del capital. Y, ¿quién era el dueño del dinero en el mundo y del control secreto detrás de los soviets? Era el judío internacional.

Ahora bien, si ello pudo despertar algunas dudas en los jóvenes chilenos, sin experiencia del mundo, ello pasó a ser confirmado por la experiencia del diplomático, en más de veinte años de deambular por muchos países, teniendo acceso a documentos e informaciones para otros vedados. Sin embargo, y mientras fui embajador de Chile, nunca manifesté mis opiniones en público, para no dañar más a mi país.

Más de ciento veinte naciones se movilizaron contra la Alemania de Hitler. Chile mismo fue obligado a romper relaciones con ese país, al que tanto le debemos. El gran presidente que fuera Juan Antonio Ríos, lo hizo con la muerte en el alma. Lo sé, porque su ministro de Relaciones Exteriores era mi tío Joaquín Fernández. Él debió romper lazos con Alemania, y yo debí romper los lazos con mi tío, enrostrándole haberse prestado para poner su firma en ese documento.


El dueño de los rayos y del trueno

Al finalizar la Segunda Guerra Mundial era ya tan claro para los que fueron partidarios de la Alemania nacionalsocialista el fracaso total de los sistemas capitalista y marxista, que se produciría inevitablemente a corto plazo, que no fue sorpresa ver cómo, muy luego también, el enemigo entraba a inventar los más terribles crímenes y atrocidades, nunca cometidos por la Alemania de Hitler. Fue esta la única forma que ellos tuvieron de hacer olvidar la justicia de un régimen, que había terminado con la esclavitud del interés del capital, con la usura y con el marxismo. La tercera solución, por sobre el capitalismo y el marxismo, daba un golpe de muerte al amo de esos dos sistemas, que preparaba para ellos la esclavitud de la humanidad, en beneficio de un mesianismo sionista y racista, ante los cuales el racismo de Hitler debiera parecer un juego de niños.

Son otros los que han dado las pruebas justas e irrefutables de la falsedad del holocausto de seis millones de judíos por los nazis: los profesores franceses Paul Rassinier y Faurisson; los ingleses Harwood y David Irving; el norteamericano profesor Butz, y hasta respetables escritores e historiadores judíos. Son otros los que han entregado las pruebas de la falsificación del Diario de Ana Frank, demostrando que fue escrito con bolígrafo, cuando este no existía en la época de la Segunda Guerra Mundial, y mostrando, además, que existen dos originales, cada uno con letra manuscrita diferente. En fin, no vamos a repetir aquí lo que ya hemos explicado en detalle en otras ocasiones y publicaciones, además de en mis libros El cordón dorado, hitlerismo esotérico y Adolf Hitler, el último avatâra. Únicamente me queda por confesar mi espanto ante la pertinacia, la ceguera y la cobardía de los hombres que, aun demostrándoles estos hechos, siguen afirmados en las mentiras que les machacan los dueños de los medios de comunicación y del dinero del mundo. Los dueños de los rayos y los truenos, del terror y las maldiciones, los dispensadores de la esclavitud y la miseria.

Del mismo modo se permiten dudar de la veracidad de los Protocolos de los sabios de Sion, cuando se sabe que esta fue una cuestión ya debatida y ganada en el proceso de Berna, donde los judíos querellantes perdieron el juicio y debieron pagar las costas y la indemnización a los libreros suizos.

Y ni siquiera se ha escuchado mi declaración de que el famoso «cazador de nazis», Simon Wiesenthal, es un embustero, pudiendo probarlo por haber sido embajador en Viena cuando debí solicitarle a nombre de mi Gobierno (del ministro de Relaciones Exteriores, Gabriel Valdés) las pruebas de su aseveración de que un diplomático chileno le había ofrecido en venta el pasaporte de Martin Bormann. Aún las estamos esperando. Y es este señor quien anda inventando nuevas falsedades contra inocentes y cumpliendo sus hazañas de «valiente cazador». Porque aquí no hay derechos humanos que cuenten para nada, ni Vicaría de la Solidaridad que envíe sus abogados a defender a esos «criminales». Menos hay derechos humanos para Rudolf Hess, ni un papa que proteste contra el suplicio que ya dura más de cuarenta años y que es un «abuso de poder», mucho peor que el de Sudáfrica.

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