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Discurso en conferencia sobre sustancias psicotrópicas

Discursos

Pronunciado por Miguel Serrano en Viena el 11 de enero de 1971.

Hace más de trece años en India me encontré con Aldous Huxley y Arthur Koestler, dos creyentes en el milagro de la droga. Con Huxley hablamos de su libro, Las puertas de la percepción ―que conservo dedicado― y de Krishnamurti. Se sabe que Huxley experimentó con la mescalina.

Sin embargo, aun cuando Huxley me declarara que su libro favorito seguía siendo The Doors of Perception, no creo que su fe en la droga se haya mantenido incólume. Escribió en un tiempo que la droga facilitaría al hombre moderno el camino que los místicos de antaño recorrieran con el ascetismo, el ayuno y la meditación en el desierto. «No hay tiempo para eso ―decía―; hoy no hay tiempo para nada. El mundo está superpoblado, solo la droga suple en un segundo el trabajo de años de misticismo». Como el computador suple el cálculo del cerebro de mil sabios. Los estados paradisíacos y también infernales de santos y místicos estarían así al alcance de todos.

Sin embargo, con su inteligencia superior, no se le escapaba a Huxley que la creencia en la omnipotencia de la droga no es nueva; desde los comienzos de la humanidad los hombres han pensado encontrar en ella un sucedáneo del cielo. Y han fracasado. Los adeptos entran al templo de las drogas, aun de las menores, como el tabaco, por espíritu de aventura trascendente y son defraudados desde el primer instante. No se encuentra lo que se busca.

Arthur Koestler, en su último libro, El fantasma en la máquina, afirma que solo el descubrimiento de una nueva «droga cerebral» podría salvar a la humanidad de la segura destrucción a que la empuja la esquizofrenia producida por la coexistencia de la paleocorteza cerebral, la mesocorteza y la neocorteza; es decir, del cerebro racional del hombre moderno con la masa arcaica, depositaria de las fuerzas oscuras de la prehistoria. Una droga capaz de inhibir las herencias legendarias.

Todo va con su tiempo. El misticismo de la era de la supertécnica y del superracionalismo mecanicista deberá ser farmacológico, «computarizado». El autor de Contrapunto escribía: «Ya no son necesarias las privaciones y torturas de los santos de antaño, cuando conocemos las condiciones químicas de la experiencia trascendente». Y Alan Watts, quien se recluyera siete años en un convento, saluda la aparición del LSD como una nueva religión.

Sin embargo, nada de esto es nuevo. Y, siguiendo una línea de reflexiones, me atrevo a definir también la droga, o el camino de la droga, como un arquetipo que se reencarna, usando el ropaje de la época.

Desde los albores de la humanidad, los hombres recurren a la droga, para aliviar sus penas, traspasar un límite, abrir puertas, hablar con los dioses, o «hacerse como dioses». También para amar, rompiendo las barreras, siendo «poseídos». De un modo o de otro el hombre pareciera creer que la salvación, su salvación, se encuentra en entregarse a algo que le supere, que le sobrepase. «Morir para que él viva».

En la Biblia se habla del vino. Abraham lo bebe. En los Vedas, del soma, licor que diviniza la carne mortal. Nehru me decía: «De beber, yo bebería soma». Pero ¿dónde se encuentra ahora el soma? ¿En el LSD?

Los nómadas de la península de Kamchatka entraban en el cambiante mundo de los dioses con el hongo Amanita muscaria. Los aztecas, con el divino peyote y los incas, con la coca. El peyote es extraído del cactus, origen de la mescalina. Los mexicanos comen también el hongo sagrado ―cuyo componente activo es psilocibina―, además de una semilla, o convólvulo, conocida como ololiuqui y llamada gloria de la mañana por americanos e ingleses (Morning Glory). En el Amazonas, los indígenas utilizan la semilla de la cojoba (Pitadenia peregrina) y beben el caapi, brebaje que contiene el alucinógeno harmina. En Siberia, como se ha dicho, las tribus preparan un licor de hongos para producir el trance. También en el desierto del Gobi, donde los nómadas contemplan al Señor del Mundo. Códices mexicanos del siglo xvi, ilustrados antes de la llegada de los españoles, nos muestran el dios Quetzalcóatl tentado por las diosas del hongo sagrado, que le ofrecen el pulque, una bebida intoxicante, extraída del corazón del cactus, que reduce su estatura divina. Destruido, Quetzalcóatl parte, embarcándose en el sol ascendente. Es esta una explicación distinta de la partida de ese misterioso dios blanco de México, también conocido como la Serpiente Emplumada.

Los araucanos bebían un licor especial antes de iniciar el canto llamado Auarcudeue-ul.

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