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El cordón dorado

Artículo

7 abril 2024

Publicado en La Prensa (6-3-66); y El Mercurio (31-7-66).

Tres han venido
el cuarto no está aquí
él es el justo
el que piensa por los cuatro.

Goethe

Sufrir por Ifigenia

En la vieja Zúrich, frente a la catedral, hay una casa que habitó Goethe. Un corto espacio la separa de la que fuera la residencia de su amigo el deán Johann Kaspar Lavater. Goethe visitó Zúrich en el año 1779. Puede verse también allí la losa de la tumba del famoso deán. La catedral tiene un enorme reloj, el más grande de Europa, afirman los suizos con orgullo de relojeros. Pero el patio frente a la catedral posee también un árbol tan poderoso como no he visto otro, salvo una higuera centenaria en Calcuta. Ese árbol es mi amigo; cada vez que paso por Zúrich voy a visitarlo y a empaparme de su fuerza invencible. Lo he contemplado así en la bullente primavera y cubierto por la nieve de estos gélidos inviernos.

A menudo visito la casa de Goethe, hoy convertida en restaurante, subo a su primer piso y, junto a la estufa, bebo un vino rojo oscuro; contemplo a través de los vidrios la catedral, el reloj y el árbol. Me hago la ilusión de estar mirando desde el cuarto que habitara el gran poeta y contemplar lo que él viera hace más de cien años.

La historia que voy a narrar aquí sucedió hace tiempo.

Aquel día había terminado de almorzar y me hallaba dando vueltas en torno a esas cosas íntimas, tal como se hace en los lugares de la India, ritualmente. Vi de pronto, sentada en las gradas de la catedral, a una muchacha que mantenía su cabeza reclinada entre los brazos, en actitud de profundo desamparo. Me llamó la atención, también a causa de su pelo tan rubio, cayéndole abundante sobre el regazo. Sin duda esa muchacha estaba sufriendo.

Durante un rato me mantuve próximo, siempre en mi paseo, pero sin quitarle la vista, para ver si ella cambiaba de actitud. Luego me alejé por una calleja y retorné después de haber dado una vuelta a los edificios vecinos. Y allí estaba esa joven, siempre recogida, cruzada a veces por un estremecimiento. Me decidí a hacer algo bastante antisuizo: le hablé. En la plazoleta de la catedral no había nadie más a esa hora. Recuerdo que le pregunté si estaba sufriendo y si podía ayudarla.

La joven levantó su cabeza, hizo un gesto lleno de gracia al echar atrás su pelo y me miró sorprendida, con ojos muy azules.

―Sí ―me dijo―, estoy sufriendo, pero porque quiero sufrir; me estoy esforzando por sufrir por Ifigenia.

―¿Cómo? ―le dije―, ¿sufrir por Ifigenia?

―Soy estudiante de arte dramático y debo representar el papel de Ifigenia en la obra de Goethe. Por eso he venido a este lugar a invocar su imagen, a ver si el poeta me ayuda y… a sufrir por Ifigenia.

Sin duda era una muchacha singular. Seguí conversando un largo rato con ella, hasta bien entrado el atardecer.

Más de un año transcurrió antes de que volviera a encontrarme en Zúrich, esa ciudad tan llena de recuerdos, por haberme dado la amistad del profesor Jung y por ser a menudo punto de partida en mis peregrinaciones hacia el refugio alpino de Hermann Hesse, en la Suiza italiana. Muy cerca también se encuentra Baden, pequeña ciudad termal donde Hesse residía por largas temporadas.

Marchaba ahora por el viejo puente que une dos alas de la ciudad antigua, cuando de pronto me encontré con «Ifigenia». La reconocí de inmediato y ella también a mí. Vestía medias negras, de ballet. Me explicó que tenía clase de danza, pero que no asistiría ese día a su clase para poder guiarme por las viejas callejuelas y mostrarme todo lo que ella más amaba: una ventana con un gato, un gran portal abierto hacia un jardín de flores moradas, un cementerio, un cisne sobre el lago. Me confesó un secreto: tenía que encontrarme, pues su vida entera estaba en peligro. Desde nuestro primer encuentro, sostuvo dudas sobre mi realidad, llegando a pensar que pudiese ser una creación de su fantasía, en un momento de profunda concentración emocional. Tras aquel encuentro, su realidad se tambaleó, también su equilibrio anímico, sin poder actuar más en el teatro. Ahora, al reencontrarme, se reconciliaba consigo misma y con la realidad: la realidad existía, todo había sido cierto, yo era un personaje de carne y hueso y no solo un fantasma de su leyenda.

Ifigenia quiso también mostrarme el lugar que más odiaba. Me llevó frente a un gran edificio oscuro y me señaló una ventana. Era la sala de su colegio. Supe así que Ifigenia era muy joven y que solo recientemente había terminado los estudios secundarios.

Al otro día debí partir hacia Montagnola, en Lugano, donde aún reside la viuda de Hermann Hesse. Tenía que conseguir su permiso para publicar ciertas cartas y poemas inéditos del escritor en mi libro El círculo hermético, que se editaría, casi simultáneamente, en Chile, Inglaterra y los Estados Unidos.

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