Escritos

La historia de Antonio

Cuento

Formó parte de la polémica literaria suscitada ese año en torno al cuento.

―Esta es mi historia ―dijo.

―Redonda como el mundo ―siguió ella―, un poquito más pequeña, o más grande… ¿O es que el mundo es una bolita de naftalina?

―Por qué eres… ―empezó él.

―Es que toda mujer ―interrumpió Maruja― piensa que su amor es como el mundo y si su amor es «esto», luego «esto» es el mundo.

Él enmudeció avergonzado.

―Mentira ―gritó Maruja―. Bautista no podría romperte la cara, es imposible, la fuerza no es un bíceps, la fuerza es la sonrisa que duerme en la planta de tu pie o la llama que  duerme en tu ombligo.

Antonio miraba su propia casa.

―Allá, al frente, hay un ropero. Adentro de ese ropero viví muchos años.

―Cuenta, mi amor.

―Hasta que una tarde, hace varios años, oí un canto.

―El canto lo oíste esta tarde.

―Y esta tarde, ¿cuándo sucedió?

―Allá al frente, esa es tu casa.

«Qué extraño es ―pensaba Antonio― poder  contemplar de pronto nuestra propia casa».

―Cuenta.

―Sí ―dijo―, mi hora… Esta es la vida. Sin ti, ¡puaf! Dentro del ropero, como dentro de una madre. Penumbra, sueño, humedad, hierbas oscuras, animales cantando, y, a veces, mierda. Sueño. Paisajes. Pensar siempre en la vida y en aquello que se perdió, un sol, un animalito pequeño, feliz, un goce duro, una mujer que tenía sol en los brazos, un hombre que era Dios; porque Dios no existe, existe solamente el hombre enfermo y Dios es el hombre sano… Árboles, piernas, comer naftalina, sacarme todos los trajes para colgarlos en mi alma… Soñar, soñar en ti, Maruja cálida.

―Ay ―dijo ella―, nunca colgaste mi traje.

Él se alejó de la ventana.

Ella empezó a llorar. Se había trastornado. O, repentinamente, había vuelto a la infancia.

Se quitó sus zapatos.

―Yo, yo quiero colgar mis trajes en tu percha.

Y entre sollozos.

―Porque tú eres un ropero, sí, sí, sí, tú eres un ropero.

―¡Mientes! ―clamó él, furioso… Poco a poco perdía los sentidos.

Ella cayó al suelo. Antonio derribó un mueble. Ahí estaba ella, desgarrando los vestidos. Ahí estaba, desnuda, blanca, sobre el suelo. Ella lo desvistió, si se pudiera decir, con su propia boca. El papel de Antonio fue el de apaciguar la boca de Maruja, sus labios húmeros, dulces, como frutas de la tarde. Después, ya no se sabe.

Ella rectificaría:

―Tú, Antonio, no eres un ropero, eres un hombre que prefirió guardarse en un ropero y esperar mi canto. Yo soy la vida, yo soy Marta, mi canto sería el canto de la vida, la vida para el hombre será siempre una mujer… Luego, muy luego, vendrá Bautista…

La puerta se abrió con estrépito. Y Bautista entró, sollozando.

―Yo no soy Bautista, yo no bautizaré a nadie, señores míos…

Cayó de rodillas junto a ellos desnudos.

―Yo soy Juan.

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