Archivo Miguel Serrano

Ezra Pound y el ángel

Artículo

«Error que yo intentara hablarle a “él”… debiendo hacerlo a su “ángel”».

Lo que sigue ya lo he narrado en artículos publicados en El Mercurio de esos años. No quisiera ahora repetirlo, ya que también se reproducen en un libro de reciente publicación de la Editorial Universitaria, Antología de Ezra Pound. Homenaje desde Chile, de Armando Uribe Arce y Armando Roa Vial.

Fue el gentil dueño de la pensión quien me facilitó al final el encuentro con Ezra Pound, aconsejándome que en mi viaje de regreso a Trieste y a mi paso por Udine tratara de ver al señor Ivancich, de la nobleza italiana, quien vivía allí en un palacio de su familia, bombardeado durante la guerra y construido por el mismo arquitecto de la catedral Della Salute. Era este un mecenas, joven y espontáneo, amigo de Hemingway, de quien poseía manuscritos inéditos. Era el protector y mecenas de Ezra Pound, además pintaba. De inmediato se comunicó por teléfono con la casa del poeta. Y debí regresar esa misma tarde a Venecia, porque Ezra Pound me invitaba a tomar el té con él al siguiente día.

Mi entrevista la he narrado en dos artículos: «El grito del silencio» y «Signos celestes en homenaje a Ezra Pound». Los dos fueron publicados por El Mercurio de Santiago y por La Prensa de Buenos Aires de esos años. Ahora voy solo a centrarme en el extraordinario fenómeno que ahí viví. Mejor dicho, que ahí vivimos, Ezra Pound y yo. El poeta permanecía en silencio total, no hablaba, no pronunciaba una sola palabra. Fui yo quien habló. Hablé solo, por más de media hora, le recité hasta un poema de Hermann Hesse, le hablé de la guerra, de los cátaros, del poema de Bertrán de Born, El elogio de la guerra, que él tradujera. Nada, el silencio era absoluto. Entonces, de pronto, como en una inspiración y recordando mi propia infancia en los campos de Chile, cuando aún no era «yo» y permanecía como flotando fuera de mí mismo, «compenetrado» con el «Ángel de la Guarda», que desde fuera me vigilaba, se me vino a la cabeza esa expresión: «la segunda infancia de los viejos», y se me ocurrió, entonces, que Ezra Pound se habría «salido» de sí mismo y retornado a su «ángel guardián». Era, así, un error que yo intentara hablarle a «él», aquí abajo, debiendo hacerlo directamente a su «ángel», allá arriba… Y, entonces, él me respondió.

Me guardaré para siempre lo que me dijo. Son profecías, como las de Fátima, y me han dado fuerza para continuar manteniéndome firme «en los viejos sueños, para que nuestro mundo no pierda la esperanza…».

Fui quien hizo el mayor esfuerzo para levantar en su homenaje el único monumento que a la memoria de Ezra Pound existe hoy en esta tierra, en la ciudad de Medinaceli, en España. Una enorme roca de los montes Cantábricos fue traída a mulas por los lugareños y con letras incrustadas en bronce, hechas por el herrero del pueblo, se grabó allí la pregunta que Ezra Pound le hiciera al periodista español Eugenio Montes cuando este lo visitara en Venecia: «¿Cantan todavía los gallos del Cid en Medinaceli?».

A la inauguración del monumento viajé con Ivancich y la bella Olga Rudge, la fiel amiga de Ezra Pound. Me acompañaba también mi hijo mayor. Hablé allí con voz entrecortada, casi inaudible, con la gran emoción del camarada. Quizás, y en su recuerdo, debí hacerlo con la voz del silencio, con «el grito del silencio», que es el que mejor llega hasta el ángel que a él lo recibiera, hace ya mucho, mucho tiempo.

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