Archivo Miguel Serrano - Escritos

La historia de Antonio

Cuento

Formó parte de la polémica literaria suscitada ese año en torno al cuento.

―Dígame: ¿es aquí donde ha cantado una voz?

La mujer de lo alto no entendió.

―¿Qué desea, señor?

Antonio repitió la pregunta.

La sirvienta, que llevaba las piernas desnudas y que se veía blanca y alta como estatua, en ese momento era el dios de los umbrales, cerró los párpados, estiró el labio inferior, apretó el puño y se retiró.

Volvió al cabo de un momento acompañada de un hombre moreno, de estatura media.

―¿Qué quiere? ―dijo el hombre con voz ronca.

Antonio repitió por tercera vez la pregunta.

―Hay que pegarle ―murmuró el hombre en lo alto―. ¡Pase! ―gritó desesperado.

Antonio subió lentamente. El hombre marchó adelante. La sirvienta había desaparecido. Una larga galería. Al final una lamparita azul. En el interior de un canasto de vidrio un pájaro amarillo trinaba hacia el atardecer. En alguna pieza lloraba un niño desnudo y alguien le hablaba despacio, monótonamente, como seda. El hombre abrió un cuarto. Junto a una ventana, de pie, permanecía una mujer alta, blanca. La ventana cerrada había cogido el visillo en su apresuramiento. La mujer ni siquiera volvió la cara cuando el hombre, dirigiéndose a Antonio, dijo:

―Esta es Marta, nosotros la llamamos Maruja.

Siguió un silencio. El silencio se extendió como la repentina inundación de una lejana geografía. El silencio creció. El placer infinito de enmudecer en honor a eso que crecía. Antonio cayó de rodillas. El hombre dijo:

―Hinquémonos… ¡de hinojos! Este silencio es Dios.

La mujer se levantó.

―Qué comedia ―dijo.

Antonio lo sabía.

Maruja, haciendo una reverencia, indicó al hombre moreno.

―Le presento a Bautista.

Antonio le extendió la mano. El hombre la estrechó desmayadamente, con sonrisa de cínico y se sentó. Era fornido, bien proporcionado.

―Bautista es «bien proporcionado» ―dijo ella―; este es su defecto. El mundo está lleno de hombres «bien proporcionados», crecen simétricamente como si fueran perfectos, yo no sé por qué, crecen solos, sin que ellos mismos hagan nada por ello, parecen fuertes, son fuertes y no lo son, parecen sanos y evidentemente lo son. Pero hay algo, hay algo, cierto vacío, cierta cosa blanca. Tú no eres moreno, tú eres blanco.

Bautista sonreía. Se quitó la blusa, remangó la camisa, oprimió el puño y dobló el antebrazo, mostrando su musculatura. El bíceps crecía como una nalga en miniatura o como una piedra blanda.

―Después de todo eso es una piedra blanda ―dijo ella; sus ojos adquirían un brillo negro y profundo.

Bautista, indicando a Antonio, dijo:

―Tú sabes, yo podría romperle la cara como quien sale a pasear ―Maruja se arrojó sobre Bautista, lo abrazó, bajó la cabeza y apoyó sus labios sobre el bíceps. El hombre trataba de resistir lo más posible con el bíceps duro. Los labios de ella lo vencieron al fin.

Bautista reía fuerte como si le estuvieran haciendo cosquillas.

―Es porque te quiero tanto, tú sabes ―decía, con los ojos llenos de amor.

―En el fondo de esas palabras hay rabia, hay odio ―dijo Maruja―. ¿Por qué, por qué es así? ¡Ay!

Se sentaron los tres. Bautista empezó a hablar.

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