Archivo Miguel Serrano - Escritos

Los ochenta años de Tito

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Escrito en Viena en mayo de 1972.

Hace ahora diez años; en 1962, fui trasladado de India a Yugoslavia, para servir allí como el primer embajador permanente, con sede en un país socialista, después de la última guerra. Mi información debía cubrir toda el área socialista, incluyendo la Unión Soviética.

Presenté mis credenciales ante el presidente Tito en la isla de Brioni, en pleno verano. Mi breve discurso fue el siguiente: «Me siento honrado de poder representar a mi país ante el jefe y creador del socialismo humanista». Tito sonrió, evidentemente satisfecho con esta definición que yo le daba.

No pasó un mes desde mi llegada sin que decidiera consultar a mi país sobre la posibilidad de invitar a Tito a Chile. El presidente Alessandri, con visión de estadista, extendió la invitación. De este modo se le hizo posible al político yugoslavo cumplir con su sueño de viajar a Sudamérica y, desde allí, a los Estados Unidos, invitado por Kennedy.

¿Cuál fue mi primera impresión, mi intuición, mi sensación, al contacto con los países socialistas (no tanto en Yugoslavia, debo confesarlo), viniendo de la India, donde residiera diez años largos? La impresión fue de una tristeza tremenda, de un color plomo que lo envolvía todo; un color plomo que salía de dentro del alma de los seres, por así decirlo, y contaminaba hasta el pasto, hasta el trigo. Una gran tristeza que envolvía a los seres, al paisaje, a la vida toda.

En mi viaje a Chile, para preparar la invitación del presidente Tito, me encontré casualmente en la calle (Moneda o Agustinas, ya no recuerdo) a Eduardo Frei Montalva. Nos paramos a conversar un momento. Él me hizo la siguiente pregunta: «Si hubiera elecciones libres en Yugoslavia, ¿qué pasaría, quién ganaría?». Respondí sin dudar: «El Partido Comunista perdería, sería derrotado; pero Tito sería elegido presidente por unanimidad. Yugoslavia ama a Tito, le admira, es su héroe nacional». Frei continuó: «Resúmeme tu experiencia humana, no política, de India, del Oriente, y, ahora, del mundo socialista». Medité un poco, luego traté de sintetizar. «Hay dos clases de miserias», dije, «la miseria física y la miseria moral. He visto la peor miseria física en Oriente, una miseria casi cósmica. Pero allí no había miseria moral. He visto ahora la miseria moral. Me quedo con la primera, porque aun allí, en la más tremenda miseria física, el hombre sigue siendo hombre, sigue teniendo un alma y, aunque parezca extraño, sigue siendo libre. Es la miseria moral la que entristece el paisaje, el pasto, el trigo… Debemos terminar con la miseria física, pero sin producir la miseria moral».

Los años han pasado, otros diez años desde que yo llegara a Belgrado. Y ahora comprendo que lo que Tito ha tratado de hacer en su país es precisamente esto último: terminar con la miseria física sin producir la miseria moral. Durante mi permanencia en Yugoslavia, dio un golpe de muerte al sistema policial, al estado policial, sacando a Ranković, su vicepresidente y jefe de la policía política. Junto con reconocer el «desgaste» del Estado, ha tratado de reconocer el «desgaste» del partido. Si en esto último no ha ido más lejos se ha debido a dos acontecimientos fundamentales: la invasión de Checoslovaquia por las fuerzas militares rusas y las corrientes nacionalistas croatas, y otras, agitadas precisamente desde el exterior por las mismas fuerzas de tipo imperial, o «social-imperial», para usar el término acuñado por los chinos. Una revolución socialista humanista (me atrevería a llamarla mejor una «revolución socialista occidental») iniciada en un país de los Balcanes no puede dejar de tener un radio de evolución y de poder limitados, si no es proyectada y continuada en otros lados y en otros países industrialmente más desarrollados, más «occidentales». Checoslovaquia, a este respecto, la «primavera checa», era algo esencial para la revolución humanista de Tito, para que esta pudiese continuar su misión redentora y para que Tito pudiera morir en paz, seguro de que su obra genial perduraría. Quizás si el comunismo italiano tenga por destino retomar la «primavera mortal» de Praga. Pero hay aquí un gran «quizás». Nadie que no haya visitado Praga antes, durante y después de la «primavera» podrá imaginarse siquiera lo que esa promesa significara para las juventudes del mundo, las que habrían sido incorporadas en una misión redentora del socialismo y de toda la humanidad. ¿Quién no habría sido socialista, me pregunto, de triunfar allí, de continuarse allí el socialismo humanista de Tito?

Se llega, a veces, al socialismo humanista de la siguiente manera: cuando se ha pasado primero por la destrucción de los valores más altos del espíritu, por la destrucción de la moral y de la economía, cuando, además de la miseria física, el hombre se hunde en el abismo de la moral, de la delación y del crimen. Muy pocos pueden salir de allí. Pero los que salen ya saben lo que es el sol del socialismo humanista. Y se hunden en ese abismo anterior aquellos que han sido víctimas de sus propias creaciones mentales, del «teoricismo», del autohipnotismo y de la ortodoxia de una religión sin dios, donde se repiten, sin embargo, los mismos fanatismo y crueldades de todas las religiones proselitistas.

¡Qué enormes cambios me fue dado contemplar desde que llegué hasta cuando partí de Yugoslavia! El desgaste del Estado socialista y del partido, más una grande y libre imaginación terminaron con la absurda ortodoxia en la agricultura, con la colectivización y la centralización en la agricultura y en la economía. El marxismo encuentra cauces nuevos, se renueva. En la época de la revolución tecnológica, de la supertécnica y de los viajes espaciales solo un cretinismo elevado a religión puede seguir apegándose a dogmas acuñados en una época cuando no existía el avión. Un gran cretinismo o un gran sentido del humor. También una ambición desmedida de poder, un deseo desmedido de mantenerse en el poder, o una encubierta ambición imperial de dominio del mundo.

Al margen de todo valor y capacidad personal, sigo pensando, hoy como ayer, que hay un destino para los hombres y los pueblos. ¿Fue el destino personal de Tito o el de su pueblo que lo llevara a marcar la historia de la humanidad de modo tan esencial? Al cumplir ese estadista sus ochenta años, en medio del afecto sin límite y la admiración de su pueblo, quiero hacerme esta reflexión. Entre los pueblos del mundo, el yugoslavo es uno que posee gran sentido de la belleza. Es, además, un pueblo bello. ¿Será este sentido estético el que ha llevado a Yugoslavia y a su genial gobernante a la creación y aplicación del socialismo humanista? Porque el socialismo humanista debe ser bello, mientras el socialismo policial, el de la delación y el crimen, no lo es. Este último hace fea la vida, hace feo el paisaje, hace feos a los seres humanos.

Tal vez Tito y su pueblo quisieron hacer de nuevo bello el pasto, bello el trigo. Y lo han logrado.

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