Archivo Miguel Serrano - Escritos

La Panair, un congreso y un embajador

Artículo

El 15 de agosto de 1951 fue publicado en Santiago de Chile por El Mercurio.

Según mis colegas, este congreso no fue lo que ellos esperaban, pues no había periodistas profesionales y la mayoría de los franceses eran funcionarios de gobierno. El asunto más delicado sería el poder sortear alguna crítica a la Argentina; más bien dicho, creíamos que era posible que se pusiera en tabla el problema de La Prensa de Buenos Aires. Nosotros, los chilenos, no podíamos hacer nada para evitarlo, ni lo debíamos; pero tampoco nos gustaba dar la impresión en el extranjero de que nuestros países de América del Sur carecen de solidaridad y de hermandad entre sus gobiernos. Para ser más precisos, pensábamos mucho en la conocida frase de Martín Fierro que habla de las rencillas de los hermanos y del peligro de los de afuera. Por suerte nada de esto sucedió. Y el maravilloso congreso, según la simpática expresión de Mario Vergara, fue un «congreso termal», como algunos otros, en que se conoció la excelencia sin igual de la comida y del banquete francés y terminó con las canciones y las candilejas de Edith Piaf en el casino y la ruleta de Evian.

Pero algo hubo. Fue a exposición del delegado chileno Vergara sobre los derechos del periodista y su organización sindical, que los franceses y la mayoría de los europeos desconocen y que mucho menos creen que pueda existir en Chile. Enseguida, en el banquete de las Américas, presidió el embajador Fernández y, a la hora de los postres y del cognac, fue presentado ante la gran concurrencia por el señor Rió, organizador de este congreso y hombre dinámico y joven. Sus frases nos sorprendieron por lo elogiosas. Dijo que nuestro embajador era uno de los más queridos en Francia y de mayor prestigio y que los franceses se honraban de tenerlo allí presente. Luego le ofreció la palabra. El discurso del embajador fue una dura prueba. Los asistentes hicieron un silencio absoluto. Hablo de grandes unidades continentales y luego hizo referencia a un punto escabroso: la ignorancia del francés sobre América del Sur y en especial sobre Chile. Dijo que a él, varias personas, y hasta personajes de la política, le habían consultado en diversas oportunidades por el idioma que se hablaba en Chile y si este país quedaba en la América del Norte o en la del Sur. Dijo que a su parecer esta ignorancia tenía su causa en la educación de la juventud francesa y que personalmente ya se lo había indicado al Presidente de Francia, a quien le había sugerido la idea de enmendar los textos de las escuelas, para que en ellos se introdujeran informaciones sobre nuestro país y nuestra historia.

Terminó el embajador su discurso y los franceses ahí reunidos prorrumpieron en aplausos. Luego aplaudían de una extraña manera: daban tres golpes y se detenían un momento, al mismo tiempo que lanzaban un grito. Me explicaron: era una tradicional forma de ovación. Todos estaban de acuerdo y querían manifestarle su simpatía al embajador chileno.

El congreso terminó con la invitación de la delegación chilena para efectuar un Congreso de Periodistas en Chile y con sendos besos a la francesa de Monsieur Rió en ambas mejillas de mis compañeros, cosa que no hizo con ningún delegado de otro país. En verdad, los chilenos parece que les gustamos a estos amables e inteligentes caballeros de Evian.

Las conclusiones del congreso no las conozco. Yo estaba solo semioficialmente en él. Partí antes de su término, pues en el horizonte se dibujaba algo tan incitante para mí que, aunque el mundo se hubiera desplomado, lo habría hecho igual. Era una peregrinación en busca de un mito. Tras de la persona misteriosa del escritor alemán Hermann Hesse. Él estaba en Suiza, pensaba yo, a un paso mío. Nadie, casi nadie, lo sabía, casi nadie le conocía. Y yo le encontraría a través de todas las dificultades.

Pero esta es materia de otra narración.

Evian se pierde en la lejanía. Puede que nunca más lo vuelva a ver. Con Mario Vargas íbamos a tomar vino al «Dente D’yoche», un hotelito de marineros, lleno del gusto y del arte de ese país. Luego caminábamos por sus calles empinadas. Hasta que llegó el momento de zarpar en dirección de nuevas, muy breves y aún más interesantes aventuras.

Páginas: 1 2

Archivo Miguel Serrano - Escritos

Cerrar
>