Archivo Miguel Serrano - Escritos

La vuelta del peregrino

Artículo

Caminando por un sendero de Montagnola.

La Prensa, Buenos Aires, 14 de noviembre de 1971.

Desde Montagnola, y después de haberme entrevistado con Hesse, seguí a Florencia, en busca de Papini y de Fra Angélico. En 1951 aún estaban allí las tropas de ocupación; había pobreza y hambre en Italia. Encontré a Papini en Forte dei Marmi, junto al mar. Conversamos largamente. Recuerdo que me preguntó si era indio (de la América del Sur, no de la India) y me contó que Gabriela Mistral, nuestra poetisa, le había visitado para traerle una medicina para los ojos, de hierbas indígenas. El escritor estaba casi ciego. Luego me ofreció dinero para la locomoción y me llevó del brazo hasta la puerta de su casa. Encarnó, en ese instante, toda la cálida humanidad de su raza latina.

Yo recordaba su libro Il uomo finito. Le había hecho entrega del mío, Ni por mar ni por tierra (otra autobiografía, como la suya), y que también me sirviera de tarjeta de presentación para Hermann Hesse.

Todo esto lo recuerdo ahora, mientras subo nuevamente el sendero de entrada que lleva a la casa de Hesse. ¡Aquí está la casa! Sobre el alféizar de una ventana había entonces un poema de Mench-Hsi, aparentemente traducido del chino; pero en verdad escrito por Hermann Hesse:

«Cuando uno ha llegado a viejo
y ha cumplido su misión,
tiene derecho a enfrentarse apaciblemente
con la idea de la muerte.
No necesita de los hombres.
Los conoce y sabe bastante de ellos.
Lo que necesita es paz.
No está bien visitar a este hombre, hablarle,
hacerle sufrir con banalidades.
Es menester pasar de largo,
delante de la puerta de su casa,
como si nadie viviera en ella».

Unos gritos destemplados, en italiano, me sacan de mi abstracción. En una ventana del piso alto, un hombre en camiseta me está gritando que me vaya, mientras acciona furiosamente con los brazos y peligra así caer en el jardín. Me ordena salir «súbito», porque estoy en su casa y violo su propiedad. Trato de calmarlo, explicándole que vengo en peregrinación a este lugar donde vivió y murió un amigo, el escritor Hermann Hesse. Pero no le impresiona, insistiendo en que es el dueño de la casa y que nada tiene que ver con Hesse, o con quien sea. Comprendo que para este energúmeno no hay razones. Me retiro cabizbajo.

Después, en el «Albergo Bellavista», la señora Ceccarelli me explica que la familia Bodmer, dueña de la casa que habitara Hesse, la ha vendido a un comerciante italiano (fabricante de «spaghettis», creo) por una importante suma de dinero.

Aquella hermosa casa sobre la colina fue construida por Hans Bodmer para su amigo Hermann Hesse. La señora Bodmer la dejó en poder de la esposa de Hesse, a la muerte del escritor. Cuando la señora de Hesse y luego la señora Bodmer murieron, los hijos no atendieron los deseos de quienes querían transformar la casa en un museo de Hesse y la vendieron a ese italiano, por varios miles, o tal vez millones de francos suizos, que ellos no necesitaban. La familia Bodmer es una de las más ricas de Europa. Su colección de cuadros es famosa; también su colección de cartas y manuscritos de hombres célebres.

Sí, hay algo enfermo por dentro aquí, como ese árbol de Zúrich, que se derrumbó al primer viento de tormenta.

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